LA REPARACIÓN DEBIDA AL CORAZÓN DE JESÚS

(La reparación en el Magisterio del S. XX)

URGENCIA DE REPARAR EL CORAZÓN DE JESUS

INTRODUCCIÓN

            El contenido y sentido del culto al Corazón de Jesús se expresa en dos dimensiones o temáticas: la consagración y la reparación. En este artículo me gustaría tratar el tema de la reparación, tema al que ya se refirió el Papa Pío XI con su encíclica Miserentissimus Redemptor (MR) en1928 al hablar de la expiación que todos debemos al Sagrado Corazón de Jesús “Mas como algunos del pueblo tal vez desconocen todavía, y otros desdeñan, aquellas quejas del amantísimo Jesús al aparecerse a Santa Margarita María de Alacoque, y lo que manifestó esperar y querer a los hombres, en provecho de ellos, plácenos deciros algo acerca de la honesta satisfacción a que estamos obligados respecto al Corazón Santísimo de Jesús; con el designio de que lo que os comuniquemos cada uno de vosotros lo enseñe a su grey y la excite a practicarlo”. (MR 1)

            Este es el objetivo del presente artículo, ver que todos estamos obligados a reparar y expiar al Corazón de Jesús por nuestras culpas y por las de todos los hombres, y que la lectura de este artículo excite en nosotros el deseo de practicar y enseñar esta santa doctrina a todos los hombres.

            Veremos cómo la reparación es un deseo de Dios que se manifestó ya desde antiguo en la Revelación de Dios, nos lo manifestó Jesucristo en su vida sobre la Tierra, lo predicaron los Apóstoles y que ha sido expresamente pedido en estos últimos siglos por el mismo Corazón de Jesús a Santa Margarita Mª de Alacoque y enseñado a la Iglesia por los Papas del s. XX. Me centraré especialmente en el Magisterio que han desarrollado especialmente los Papas de este último siglo.

            Advierto a los lectores que nos encontramos ante un tema silenciado en los últimos años y que es discutido por algunos teólogos. Aunque existan estas circunstancias, este artículo pretende mostrar a todo el pueblo cristiano que esta dimensión reparadora es una enseñanza perpetua de la doctrina católica y un tesoro de la espiritualidad cristiana,  fundamental para la vida espiritual y para la propia santificación.

¿QUÉ ES REPARAR?

            En el lenguaje religioso, “reparar” significa recompensar con mayor amor el desamor o el agravio del pecado; significa restaurar lo que fue injustamente tomado y compensar con generosidad por el egoísmo que causó la injuria.

            En esto consiste la reparación, en reparar un acto injusto y un acto de desamor, contra la Justicia y el Amor de Dios. “Con más apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado; de amor, en cuanto a padecer con Cristo paciente y “saturado de oprobio” y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo”. (MR5)

IMPORTANCIA DE LA REPARACIÓN

            Hoy día, en el seguimiento de Cristo se incide especialmente en la alabanza, la adoración, la petición y el perdón, pero hemos silenciado y olvidado un aspecto esencial de la vida cristiana: la reparación a Dios por nuestras culpas. Así nos lo expresa Pío XI “Pecadores como somos todos, abrumados de muchas culpas, no hemos de limitarnos a honrar a nuestro Dios con sólo aquel culto con que adoramos y damos los obsequios debidos a su Majestad suprema, o reconocemos suplicantes su absoluto dominio, o alabamos con acciones de gracias su largueza infinita; sino que, además de esto, es necesario satisfacer a Dios, juez justísimo, “por nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias” (MR5)

            Así lo afirmó el Papa Pío XII en su Encíclica sobre el Culto al Corazón de Jesús “Haurietis Aquas” (HA), al señalar que esta dimensión de la reparación junto a la otra de la consagración, expresan el verdadero culto que se le debe tributar al Salvador: “Constante persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los hombres, ya desde que promulgó los primeros documentos oficiales relativos al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus elementos esenciales, es decir, los actos de amor y de reparación tributados al amor infinito de Dios hacia los hombres, lejos de estar contaminados de materialismo y de superstición, constituyen una norma de piedad, en la que se cumple perfectamente aquella

religión espiritual y verdadera que anunció el Salvador mismo a la Samaritana: Ya llega tiempo, y ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre desea” (HA28)

            Y así lo quiso el mismo Jesús al manifestarse a Santa Margarita Mª de Alacoque, una religiosa salesa francesa en 1675.  Se presentó diciendo “He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios los ha colmado, y que en pago a su amor infinito no halla gratitud alguna, sino ultrajes, a veces aun de aquellos que están obligados a amarle con especial amor”.

“Cuando Jesucristo se aparece a Santa Margarita María, predicándole la infinitud de su caridad, juntamente, como apenado, se queja de tantas injurias como recibe de los hombres por estas palabras que habían de grabarse en las almas piadosas de manera que jamás se olvidarán. Para reparar estas y otras culpas recomendó entre otras cosas que los hombres comulgaran con ánimo de expiar, que es lo que llaman Comunión Reparadora, y las súplicas y preces durante una hora, que propiamente se llama la Hora Santa; ejercicios de piedad que la Iglesia no sólo aprobó, sino que enriqueció con copiosos favores espirituales.” (MR9)

            Santa Margarita y su director espiritual, San Claudio de la Colombière, consiguieron que este culto “haya alcanzado el desarrollo que hoy suscita la admiración de los fieles cristianos, y que, por sus características de amor y reparación, se distingue de todas las demás formas de la piedad cristiana” (HA 26)

            Por tanto, persuadidos de la importancia de la reparación y que “este culto es la síntesis de toda la religión y la norma de vida más perfecta” (MR8; HA4), profundicemos más en su verdadero sentido.

EXPIACIÓN DE CRISTO

            Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “El “amor hasta el extremo” (Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). “El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron” (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos”.(CEC 616)

            Jesucristo es el reparador del Padre. Su amor hasta el extremo en el Misterio Pascual es la expresión de justicia y amor de Cristo al Padre, en reparación por nuestra injusticia y falta de amor. “Contra este gran peso del mal que existe en el mundo y que abate al mundo, el Señor pone otro peso más grande, el del amor infinito que entra en este mundo.

            Este es el punto importante: Dios es siempre el Bien absoluto, pero este Bien absoluto entra precisamente en el juego de la historia; Cristo se hace presente aquí y sufre a fondo el mal, creando así un contrapeso de valor absoluto. El plus del mal es superado por el plus inmenso del bien”. (Benedicto XVI, 2 febrero 2007)

            “Ninguna fuerza creada era suficiente para expiar los crímenes de los hombres si el Hijo de Dios no hubiese tomado la humana naturaleza para repararla. Así lo anunció el mismo Salvador de los hombres por los labios del sagrado Salmista: “Hostia y oblación no quisiste; mas me apropiaste cuerpo. Holocaustos por el pecado no te agradaron; entonces dije: heme aquí” (Heb 10,5.7). Y “ciertamente El llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; herido fue por nuestras iniquidades” (Is 53,4-5); y “llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pe 2,24); “borrando la cédula del decreto que nos era contrario, quitándole de en medio y enclavándole en la cruz” (Col 2,14), “para que, muertos al pecado, vivamos a la justicia” (1 Pe 2,24)” (MR6)

EXPIACIÓN NUESTRA

            “La Cruz es el único sacrificio de Cristo “único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, “se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22, 2), él “ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22, 5). El llama a sus discípulos a “tomar su cruz y a seguirle” (Mt 16, 24) porque él “sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 P 2, 21). El quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18–19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35)” (CEC 618)

            “Mas, aunque la copiosa redención de Cristo sobreabun-dantemente “perdonó nuestros pecados” (Col 2,13.); pero, por aquella admirable disposición de la divina Sabiduría, según la cual ha de completarse en nuestra carne lo que falta en la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia (Col 1,24), aun a las oraciones y satisfacciones “que Cristo ofreció a Dios en nombre de los pecadores” podemos y debemos añadir también las nuestras” (MR7)

            Jesús ya ha reparado nuestro pecado con su sacrificio único. Pero nos invita a cada uno de nosotros a participar también de su sacrificio redentor, de su acción reparadora. Nosotros no podemos añadir nada al acto extremo de Amor de Jesucristo, pero nos invita a asociarnos a este sacrificio reparador con nuestra vida. Así lo hizo San Pablo y la Virgen María, a ello estamos invitados todos los que continuamos en  esta obra de la Salvación de Dios.

            Juan Pablo II se caracterizó por difundir el mensaje de Fátima por todo el mundo. Al proclamar beatos a Jacinta y Francisco en el año 2000, hizo enseñanza suya lo que la Virgen pidió a los pastorcitos acerca de la reparación “Les habla con voz y corazón de Madre: los invita a ofrecerse como víctimas de reparación, mostrándose dispuesta a guiarlos con seguridad hasta Dios (…) Lucía, la prima, algo mayor, ha dado retratos significativos de los dos nuevos beatos. Francisco era un niño bueno, reflexivo, de espíritu contemplativo. Jacinta era viva, bastante susceptible, pero muy dulce y amable. Sus padres los habían educado en la oración, y el Señor mismo los atrajo más íntimamente hacia sí mediante la aparición de un ángel que, con un cáliz y una Hostia en las manos, les enseñó a unirse al sacrificio eucarístico para reparación de los pecados (…) Después del encuentro con el ángel y con la hermosa Señora, rezaban el rosario varias veces al día, ofrecían frecuentes penitencias por el fin de la guerra y por las almas más necesitadas de la misericordia divina, y sentían el intenso deseo de “consolar” al Corazón de Jesús y al de María” ( Fátima, 13 Mayo 2000, homilía en las beatificaciones de Francisco y Jacinta)

            A ello están llamados todos los fieles “Ni solamente gozan de la participación de este misterioso sacerdocio y de este deber de satisfacer y sacrificar aquellos de quienes nuestro Señor Jesucristo se sirve para ofrecer a Dios la oblación inmaculada desde el oriente hasta el ocaso en todo lugar (Mal 1-2), sino que toda la grey cristiana, llamada con razón por el Príncipe de los Apóstoles “linaje escogido, real sacerdocio” (1 Pe 2,9), debe ofrecer por sí y por todo el género humano sacrificios por los pecados, casi de la propia manera que todo sacerdote y pontífice “tomado entre los hombres, a favor de los hombres es constituido en lo que toca a Dios” (Heb 5,1.)” (MR 8).

“Todos los discípulos de Cristo han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom., 12, 1)” (LG 10)

            La predicación apostólica que se transmite en el Nuevo Testamento es clara también en esta doctrina, como nos refiere Pío XI: “Nos amonesta el Apóstol que, “llevando en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús” (2 Cor 4,10), y con Cristo sepultados y plantados, no sólo a semejanza de su muerte crucifiquemos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias (Cf. Gál 5,24), “huyendo de lo que en el mundo es corrupción de concupiscencia” (2 Pe 1,4), sino que “en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús” (2 Cor 4,10.), y, hechos partícipes de su eterno sacerdocio, “ofrezcamos dones y sacrificios por los pecados” (Heb 5,1)” (MR 8)

            Este sacrificio redentor se actualiza cada día en la Eucaristía, al que debemos asociarnos activa y espiritualmente “Necesario es no olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento se renueva sin interrupción en nuestros altares; pues, ciertamente, “una y la misma es la Hostia, el mismo es el que ahora se ofrece mediante el ministerio de los sacerdotes que el que antes se ofreció en la cruz; sólo es diverso el modo de ofrecerse” (Conc. Trid., sess.22 c.2.); por lo cual debe unirse con este augustísimo sacrificio eucarístico la inmolación de los ministros y de los otros fieles para que también se ofrezcan como “hostias vivas, santas, agradables a Dios” (Rom 12,1). Así, no duda afirmar San Cipriano “que el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no corresponde a la pasión nuestra oblación y sacrificio” (Epist. 63 n.381)”. (MR8)(Cf. LG 11)

            Nuestra oblación y sacrificio no es en balde, se comunica al resto de los miembros de la Iglesia de una manera misteriosa por la comunión de los santos y realiza la llegada del Reino, la Salvación de Dios. Una vida ofrecida, unida al sacrificio redentor y reparador de Cristo es un bien para todo el Cuerpo de Cristo. Nuestro pecado no sólo influye en Dios y en mí, sino que influye y daña a la Iglesia. De igual modo, una vida santa, ofrecida por Dios y en reparación de los pecados, influye para bien en toda la Iglesia, repara el pecado, y hace aumentar en bienes y santidad el Cuerpo de Cristo. Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos. Hay una relación maravillosa de los fieles con Cristo, semejante a la que hay entre la cabeza y los demás miembros del cuerpo, y asimismo una misteriosa comunión de los santos, que por la fe católica profesamos, por donde los individuos y los pueblos no sólo se unen entre sí, mas también con Jesucristo, que es la cabeza; “del cual, todo el cuerpo compuesto y bien ligado por todas las junturas, según la operación proporcionada de cada miembro, recibe aumento propio, edificándose en amor” (Ef 4,15-16). Lo cual el mismo Mediador de Dios y de los hombres, Jesucristo próximo a la muerte, lo pidió al Padre: “Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad” (Jn 17,23).

Así, pues, como la consagración profesa y afirma la unión con Cristo, así la expiación da principio a esta unión borrando las culpas, la perfecciona participando de sus padecimientos y la consuma ofreciendo sacrificios por los hermanos.(MR 8)

CONSOLAR A CRISTO. EL PADECER DE DIOS

            Una vez vista la importancia de la reparación a Dios, quién es realmente el verdadero reparador de toda injusticia y desamor, y la invitación de Jesús a participar en su sacrificio redentor, debemos hacernos una cuestión fundamental y en la que nos jugamos hoy los problemas de la teología en este punto, pero que creo que debemos afirmar si de verdad creemos que el Verbo, la Palabra que estaba junto al Padre se encarnó. ¿A Dios le afecta nuestro pecado, nuestros desprecios e ingratitudes? ¿Es necesario reparar? ¿Necesita Dios algo de nosotros? ¿No está placidamente en los Cielos una vez resucitado? A estas cuestiones intenta responder este capítulo.

            En la Sagrada Escritura encontramos muchos textos en los que se nos muestra un Dios pasible, sensible a las ofensas de los hombres y de su Pueblo, incluso llega a pedir consuelo. No es un Dios lejano, el Dios de los filósofos, inmutable e impasible. En el AT se nos va anticipando la cercanía de Dios a los hombres que será expresa en la plenitud de los tiempos cuando el Verbo se haga carne y habite entre nosotros (Cf. Jn 1, 14): “Tú conoces mi oprobio, mi vergüenza y mi afrenta, ante ti están todos mis opresores. El oprobio me ha roto el corazón y desfallezco. Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno” (Sal 69, 20-21)

“Mi corazón se revuelve dentro de mí, se conmueve en mis entrañas” (Os 11,8)

            Estos textos nos muestran que Dios tiene un corazón que sufre y padece y que incluso llega a pedir consoladores. Podemos pensar que son meras analogías, antropomorfismos que le han puesto a Dios para que sea un lenguaje accesible a los hombres. Pero no debemos quedarnos aquí. Por ejemplo, ya desde los primeros tiempos de la Iglesia se ha aplicado este salmo 69 a Jesucristo, en su Pasión. ¿Podemos decir que son meras analogías? La Encarnación del Verbo ha roto los esquemas de la impasibilidad, infinitud e inmutabilidad de Dios. En Jesucristo hemos visto a un Dios que convive con los hombres, que se alegra y sufre por los hombres, que ha tomado nuestra condición para redimirnos del pecado y llevarnos a Dios. Se nos ha manifestado el Hombre- Dios, plenamente hombre, plenamente Dios. Así se le manifestó a Santa Margarita Mª de Alacoque y a tantos santos en la historia de la Iglesia.

            La grandeza de la Revelación de Dios cristiana es que desde el principio de la historia, se nos muestra un Dios personal, que no es indiferente a los pensamientos, deseos y obras de los hombres, y que sufre ante el clamor de su Pueblo: “Dijo el Señor: «Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus  opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel, al país de los cananeos, de los hititas, de los amorreos, de los perizitas, de los jivitas y de los jebuseos. Así pues, el clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los  oprimen” (Ex 3, 7-9)

            Pero vamos a avanzar un poco más. Hasta ahora podemos pensar que el padecer de Dios es un padecer espiritual, de com-pasión pero no físico. Estudiemos el relato de Getsemaní, momento culminante de la vida de Jesús, momento previo a su Pasión.

Getsemaní

Nos dice el Evangelista Lucas: “Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba”

(Lc 22,43)

Ante ese momento lleno de angustia y de tristeza en la noche de Getsemaní, un ángel alivia los dolores del Señor, le confortaba. La teología apoyada de manifestaciones privadas que han sido aprobadas por los Papas, ha visto en ese momento de Getsemaní como uno de los más desconsolados de Jesús. En ese momento se le anticiparon todos los pecados de la humanidad, pasados y futuros. Esta visión produjo en Él tal desolación hasta llegar a sudar gotas de sangre. Así lo afirmará Pío XI “ si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo (Lc 22,43) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero; pues alguna vez, como se lee en la sagrada liturgia, el mismo Cristo se queja a sus amigos del desamparo, diciendo por los labios del Salmista: “Improperio y miseria esperó mi corazón; y busqué quien compartiera mi tristeza y no lo hubo; busqué quien me consolara y no lo hallé” (Sal 69, 20-21).

            Igual que en ese momento recibió toda la ofensa del mal y del pecado, hoy nosotros podemos consolar a Jesús en ese momento de máxima angustia que le llevó hasta la Cruz. Cristo en su Pasión sufrió todos los pecados de la humanidad: pasados, presentes y futuros. Y también todos los actos de amor y reparación de la humanidad. El personaje del ángel es esa personificación de cada uno de nosotros, de cada acto de amor y reparación que hacemos. Jesús no estuvo solo, estuvimos cada uno de nosotros cuando le consolamos con nuestro amor.

            Jesús era contemporáneo de toda la humanidad, y en los sentimientos dolorosos sentidos en el huerto de Getsemaní y en la crucifixión le servía de consuelo la previsión de todas las actitudes humanas de quienes sintieron compasión por su sufrimiento y orientaron su vida a consolar su Corazón.

            Cada uno de nosotros es invitado a vivir trabajando por mante­nerse, saltando sobre los siglos, en intimidad con Cristo sufriente que, en el huerto de Getsemaní y en la cruz, culmina la vivencia de la soledad y del des­amparo en que los hombres dejaron a su Salvador.

“Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, tristeza, angustias, oprobios, “quebrantado por nuestras culpas” (Is 53,5) y sanándonos con sus llagas. De todo lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte; y aun ahora esta misma muerte, con sus mismos dolores y tristezas, de nuevo le infieren, ya que cada pecado renueva a su modo la pasión del Señor, conforme a lo del Apóstol: “Nuevamente crucifican al Hijo de Dios y le exponen a vituperio” (Hb 6,6)”(MR 10)

            Todas las dificultades teológicas y filosóficas que ponen obstáculos a esta contemporaneidad de Cristo con los que desprecian su amor y con los que se proponen acompañarle y consolarle con su fidelidad no pueden diluir este mensaje sublime de la reparación a que son invitados por Cristo y su Iglesia los cristianos devotos del Corazón de Jesús.

            Por tanto, en Jesús se cruza el tiempo y la eternidad, nuestro pecado repercutió fisicamente, de alguna manera, en Dios, en la persona del Hijo, y no es sólo la naturaleza humana la que padeció, sino la Persona (humana-divina). Así nuestros actos de amor y reparación sabemos que afectan al mismo Jesús y por eso, todos los santos han buscado en su vida agradar al Señor.

LA PASIÓN DE CRISTO, EN SU CUERPO MÍSTICO

            Un texto más del Nuevo Testamento, nos puede ayudar un poco más a ver que en el tiempo de la Iglesia, Jesús sigue sufriendo y no vive indiferentemente en los Cielos. Lo encontramos en los Hechos de los Apóstoles, al relatar la conversión de Pablo: “Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?» El respondió: «¿Quién eres, Señor?» Y él: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (He 9, 3-5).

            El rechazo de Saulo a Dios y la persecución a su Iglesia tampoco es indiferente a Dios, cuando se persigue a un miembro de la Iglesia, es a Él a quien se persigue: “Añádase que la pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y se completa en el Cuerpo místico, que es la Iglesia. Pues sirviéndonos de otras palabras de San Agustín (In Ps. 86): “Cristo padeció cuanto debió padecer; nada falta a la medida de su pasión. Completa está la pasión, pero en la cabeza; faltaban todavía las pasiones de Cristo en el cuerpo”. Nuestro Señor se dignó declarar esto mismo cuando, apareciéndose a Saulo, “que respiraba amenazas y muerte contra los discípulos” (Hech 9,1), le dijo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (He 9,5); significando claramente que en las persecuciones contra la Iglesia es a la Cabeza divina de la Iglesia a quien se veja e impugna. Con razón, pues, Jesucristo, que todavía en su Cuerpo místico padece, desea tenernos por socios en la expiación, y esto pide con El nuestra propia necesidad; porque siendo como somos “cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte miembro” (1 Cor 12,27), necesario es que lo que padezca la cabeza lo padezcan con ella los miembros (Ibíd.)”. (MR 11)

            Otro texto del Nuevo Testamento nos muestra el padecer de Dios cuando se hace contra un miembro de su Cuerpo o necesitado, concretamente en el evangelio de Mateo capítulo 25. Jesús nos lleva al momento del Juicio final donde serán congregadas todas las naciones y comienza su discurso en el que según las obras de cada uno, unos irán a su derecha y otros a su izquierda. Jesús, sentado en su trono, contestará a la queja de los que en vida no tuvieron obras de misericordia con los demás: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.” (Mt 25,40). Nos encontramos ante un padecer de Dios. Aunque está ya en el Reino eterno, coronado de Gloria y en su trono real, sigue padeciendo, le sigue afectando el rechazo de los hombres a sus hijos, especialmente de los más necesitados.

Necesidad de consolar a Jesús

            Ya hemos mostrado anteriormente que Jesús en su Pasión tuvo necesidad de consoladores ante ese momento de angustia y abandono de sus más íntimos, y que la intemporalidad de Dios hace que misteriosamente nuestros pecados y consuelos repercutan en su momento de Pasión. Ahora vamos a incidir en este aspecto a través de las revelaciones privadas que en la historia de la Iglesia han sacado a la luz la necesidad que tiene Dios de consuelos y reparaciones. Existen muchos ejemplos, entre ellos las apariciones del Corazón de Jesús a Sta. Margarita, pero en este artículo, manteniendo el tipo de argumentación a que me estoy refiriendo que no es otra que a la autoridad del Magisterio de los Papas, me voy a centrar en los hechos de Fátima, relatados por Juan Pablo II haciendo enseñanza propia este mensaje de la Virgen a los pastorcitos.

“Lo que más impresionaba y absorbía al beato Francisco era Dios en esa luz inmensa que había penetrado en lo más íntimo de los tres. Además sólo a él Dios se dio a conocer “muy triste”, como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió: “Pensaba en Jesús, que está  muy  triste a causa de los pecados  que  se  cometen  contra  él”. Vive movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo de pensar de los niños- de “consolar y dar alegría a Jesús”.

Soportó los grandes sufrimientos de la enfermedad que lo llevó a la muerte, sin quejarse nunca. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios. En el pequeño Francisco era grande el deseo de reparar las ofensas de los pecadores, esforzándose por ser bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones. Y Jacinta, su hermana, casi dos años menor que él, vivía animada por los mismos sentimientos” (Juan Pablo II, Fátima 13/05/2000)

            Juan Pablo II no silencia este hecho, sino que lo divulga en una de sus homilías: Dios está triste por nuestro pecado y necesita consoladores que le den alegría. Alaba los sentimientos y deseos de Francisco y Jacinta de consolar, reparar y de ofrecer sacrificios y oraciones. Por tanto, creo que en estos textos Juan Pablo II da por bueno la necesidad del consuelo y la reparación al Corazón de Jesús.

            Para terminar este epígrafe quería presentar esta frase muy elocuente de San Agustín que muestra una idea fundamental: un corazón que ama, alguien que ama, se convierte en alguien vulnerable al amor, que siente todo desprecio e ingratitud del amado: “Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo” (In Ioan. tr.XXVI 4).

Dios es ese amor que tanto ha amado a los hombres “hasta el extremo” (Jn 13, 1) y que vino en una época de nuestra historia a decirnos que tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios los ha colmado, y que en pago a su amor infinito no halla gratitud alguna, sino ultrajes, a veces aun de aquellos que están obligados a amarle con especial amor”.

NECESIDAD ACTUAL DE EXPIACIÓN POR TANTOS PECADOS

            Pío XI en el año 1925 llamaba a todo el pueblo cristiano con mayor insistencia a la expiación y reparación. Leyendo este texto de su encíclica sobre la reparación podemos ver que los problemas de aquella época no difieren mucho de los actuales, por ello reproduzco este texto largo pero que refleja la realidad de hoy:

“Cuánta sea, especialmente en nuestros tiempos, la necesidad de esta expiación y reparación, no se le ocultará a quien vea y contemple este mundo “en poder del malo” (1 Jn 5,19). De todas partes sube a Nos clamor de pueblos que gimen, cuyos príncipes o rectores se congregaron y confabularon a una contra el Señor y su Iglesia (2 Pe 2,2). Por esas regiones vemos atropellados todos los derechos divinos y humanos; derribados y destruidos los templos, los religiosos y religiosas expulsados de sus casas, afligidos con ultrajes, tormentos, cárceles y hambre; multitudes de niños y niñas arrancados del seno de la Madre Iglesia, e inducidos a renegar y blasfemar de Jesucristo y a los más horrendos crímenes de la lujuria; todo el pueblo cristiano duramente amenazado y oprimido, puesto en el trance de apostatar de la fe o de padecer muerte crudelísima. Todo lo cual es tan triste que por estos acontecimientos parecen manifestarse “los principios de aquellos dolores” que habían de preceder “al hombre de pecado que se levanta contra todo lo que se llama Dios o que se adora” (2 Tes 2,4).

Y aún es más triste que entre los mismos fieles, lavados en el bautismo con la sangre del Cordero inmaculado y enriquecidos con la gracia, haya tantos hombres, de todo orden o clase, que con increíble ignorancia de las cosas divinas, inficionados de doctrinas falsas, viven vida llena de vicios, lejos de la casa del Padre; vida no iluminada por la luz de la fe, ni alentada de la esperanza en la felicidad futura, ni caldeada y fomentada por el calor de la caridad, de manera que verdaderamente parecen sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte. Cunde además entre los fieles la incuria de la eclesiástica disciplina y de aquellas antiguas instituciones en que toda la vida cristiana se funda y con que se rige la sociedad doméstica y se defiende la santidad del matrimonio; menospreciada totalmente o depravada con muelles halagos la educación de los niños, aún negada a la Iglesia la facultad de educar a la juventud cristiana; el olvido deplorable del pudor cristiano en la vida y principalmente en el vestido de la mujer; la codicia desenfrenada de las cosas perecederas, el ansia desapoderada de aura popular; la difamación de la autoridad legítima, y, finalmente, el menosprecio de la palabra de Dios, con que la fe se destruye o se pone al borde de la ruina.

Forman el cúmulo de estos males la pereza y la necedad de los que, durmiendo o huyendo como los discípulos, vacilantes en la fe míseramente desamparan a Cristo, oprimido de angustias o rodeado de los satélites de Satanás; no menos que la perfidia de los que, a imitación del traidor Judas, o temeraria o sacrílegamente comulgan o se pasan a los campamentos enemigos. Y así aun involuntariamente se ofrece la idea de que se acercan los tiempos vaticinados por nuestro Señor: “Y porque abundó la iniquidad, se enfrió la caridad de muchos” (Mt 24,12)” (MR 10)

            Si el Papa llamaba a la reparación habiendo estos problemas en aquella época, ¿no es más necesario hoy almas víctimas reparadoras en un mundo que ha multiplicado su pecado y ofensa a Dios? Así nos lo piden también Papas como Pío XII o Juan Pablo II:

“No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración” (Carta de Juan Pablo II Dominicae Cenae sobre el misterio y el culto de la Eucaristía, 24/02/1980).

“La comunidad de sus discípulos está llamada a reparar el gran rechazo mencionado en el prólogo del evangelio de san Juan: “El mundo fue hecho por él, y el mundo no lo reconoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo acogieron” (Jn 1, 10-11)” (Juan Pablo II, Clausura del sínodo para Asia, 7/11/1999)

“La Virgen tiene mucha necesidad de todos vosotros para consolar a Jesús, triste por los pecados que se cometen; tiene necesidad de vuestras oraciones y sacrificios por los pecadores” (Juan Pablo II, Fátima 13/05/2000)

“Acercaos a los enfermos con espíritu de pobreza, teniendo como única riqueza a Dios, a quien estáis consagradas, y llevadles vuestro amor materno. Como solía recomendar vuestra fundadora, “no digáis “voy a visitar a un enfermo”, sino: “voy a consolar al corazón de Jesús que sufre”. Si vais con este espíritu de fe, estaréis tranquilas y seguras de que les prestaréis un buen servicio”” (Juan Pablo II a las Pequeñas Siervas del Corazón de Jesús, 2/12/1999)

“Que améis a todos con amor de donación y también de reparación por la ingratitud de tantas personas con respecto a Dios”, (Juan Pablo II a miembros de los Cursillos de Cristiandad, Fátima 2000)

 “Es vivo deseo Nuestro que el pueblo cristiano celebre en todas partes solemnemente este centenario con actos públicos de adoración, de acción de gracias y de reparación al Corazón divino de Jesús” (Encíclica Haurietis Aguas 37, de Pío XII)

“El sacerdote es el más eficaz pregonero de aquella cruzada de expiación y de penitencia a la cual invitamos a todos los buenos para reparar las blasfemias, deshonestidades y crímenes que deshonran a la humanidad en la época presente, tan necesitada de la misericordia y perdón de Dios como pocas en la historia” (Encíclica Ad Catholici sacerdotii 7, Pío XI, 20/12/1935)

“El sacerdote, antes de cerrar su jornada de trabajo, se dirigirá al tabernáculo y allí se detendrá siquiera algún tiempo, para adorar a Jesús en su sacramento de amor, para reparar las ingratitudes de tantos hacia sacramento tan grande, para encenderse cada vez más en el amor de Dios y para permanecer de algún modo, aun durante el tiempo del reposo nocturno, que recuerda a su mente el silencio de la muerte, en la presencia del Corazón de Cristo” (Pío XII, 23/09/1950)

EL ANSIA ARDIENTE DE EXPIAR

            A la altura en que nos encontramos de este artículo, ya nos habremos dado cuenta de la importancia y necesidad de reparación al Corazón de Cristo. Por eso, para finalizar, me gustaría concluir con estas palabras exhortativas de Pío XI en la ya tan citada Encíclica. Nos exhorta a estar encendidos de Amor a Jesús, ofrecernos como víctimas vivas a su Amor, ser almas reparadoras y consoladoras para el mundo de hoy. Este era el objetivo de este artículo y espero que haya podido encender el deseo de expiar al Corazón de Jesús. He intentado mostrar a los lectores que reparar no es una práctica que hacían nuestros antepasados o que es una doctrina anterior al Vaticano II. Es una enseñanza constante y perpetua de la Iglesia y en concreto de los Papas.

“Cuantos fieles mediten piadosamente todo esto, no podrán menos de sentir, encendidos en amor a Cristo apenado, el ansia ardiente de expiar sus culpas y las de los demás; de reparar el honor de Cristo, de acudir a la salud eterna de las almas. Las palabras del Apóstol: “Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia” (Rom 5,20), de alguna manera se acomodan también para describir nuestros tiempos; pues si bien la perversidad de los hombres sobremanera crece, maravillosamente crece también, inspirando el Espíritu Santo, el número de los fieles de uno y otro sexo, que con resuelto ánimo procuran satisfacer al Corazón divino por todas las ofensas que se le hacen, y aun no dudan ofrecerse a Cristo como víctimas.

Quien con amor medite cuanto hemos dicho y en lo profundo del corazón lo grabe, no podrá menos de aborrecer y de abstenerse de todo pecado como de sumo mal; se entregará a la voluntad divina y se afanará por reparar el ofendido honor de la divina Majestad, ya orando asiduamente, ya sufriendo pacientemente las mortificaciones voluntarias, y las aflicciones que sobrevinieren, ya, en fin, ordenando a la expiación toda su vida.

Aquí tienen su origen muchas familias religiosas de varones y mujeres que, con celo ferviente y como ambicioso de servir, se proponen hacer día y noche las veces del Ángel que consoló a Jesús en el Huerto; de aquí las piadosas asociaciones asimismo aprobadas por la Sede Apostólica y enriquecidas con indulgencias, que hacen suyo también este oficio de la expiación con ejercicios convenientes de piedad y de virtudes; de aquí finalmente los frecuentes y solemnes actos de desagravio encaminados a reparar el honor divino, no sólo por los fieles particulares, sino también por las parroquias, las diócesis y ciudades” (MR 13)

REPARACIÓN A LA MADRE DE DIOS

            Como apéndice a lo anterior dicho, quiero mostrar este texto de Pío XII en el que nos sitúa a María en asociación a los dolores y sufrimientos de Jesús. Nos llama también a reparar su amor.

“Ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su Madre. Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recibido de Jesucristo la vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el debido culto, rinda también al amantísimo Corazón de su Madre celestial parecidos obsequios de piedad, de amor, de agradecimiento y de reparación” (HA 36)

ORACIÓN EXPIATORIA AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

            Dulcísimo Jesús, cuya caridad derramada sobre los hombres se paga tan ingratamente con el olvido, el desdén y el desprecio, míranos aquí postrados ante tu altar. Queremos reparar con especiales manifestaciones de honor tan indigna frialdad y las injurias con las que en todas partes es herido por los hombres tu amoroso Corazón.

            Recordando, sin embargo, que también nosotros nos hemos manchado tantas veces con el mal, y sintiendo ahora vivísimo dolor, imploramos ante todo tu misericordia para nosotros, dispuestos a reparar con voluntaria expiación no sólo los pecados que cometimos nosotros mismos, sino también los de aquellos que, perdidos y alejados del camino de la salud, rehúsan seguirte como pastor y guía, obstinándose en su infidelidad, y han sacudido el yugo suavísimo de tu ley, pisoteando las promesas del bautismo.

            Al mismo tiempo que queremos expiar todo el cúmulo de tan deplorables crímenes, nos proponemos reparar cada uno de ellos en particular: la inmodestia y las torpezas de la vida y del vestido, las insidias que la corrupción tiende a las almas inocentes, la profanación de los días festivos, las miserables injurias dirigidas contra ti y contra tus santos, los insultos lanzados contra tu Vicario y el orden sacerdotal, las negligencias y los horribles sacrilegios con que se profana el mismo Sacramento del amor divino y, en fin, las culpas públicas de las naciones que menosprecian los derechos y el magisterio de la Iglesia por ti fundada.

            ¡Ojala que podamos nosotros lavar con nuestra sangre estos crímenes! Entre tanto, como reparación del honor divino conculcado, te presentamos, acompañándola con las expiaciones de tu Madre la Virgen, de todos los santos y de los fieles piadosos, aquella satisfacción que tú mismo ofreciste un día en la cruz al Padre, y que renuevas todos los días en los altares. Te prometemos con todo el corazón compensar en cuanto esté de nuestra parte, y con el auxilio de tu gracia, los pecados cometidos por nosotros y por los demás: la indiferencia a tan grande amor con la firmeza de la fe, la inocencia de la vida, la observancia perfecta de la ley evangélica, especialmente de la caridad, e impedir además con todas nuestras fuerzas las injurias contra ti, y atraer a cuantos podamos a tu seguimiento. Acepta, te rogamos, benignísimo Jesús, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María Reparadora, el voluntario ofrecimiento de expiación; y con el gran don de la perseverancia, consérvanos fidelísimos hasta la muerte en el culto y servicio a ti, para que lleguemos todos un día a la patria donde tú con el Padre y con el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén. (MR)

(Por Mariano Funchal)

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